Siempre he tratado de ver el lado positivo de la vida, de
las personas. Intentando convencerme de que sólo existe el lado bueno. Que era
imposible que pudieran traicionarme, porque eran mis amigos. Confiaba demasiado
en quien no lo merecía. Luego me decepcionaba y la tristeza me inundaba por lo
que habían hecho. Aprendí a perdonar, pero no hacía que me sintiera mejor. Me
sentía angustiada e insegura, pues cada paso podía ser en falso.
Yo solía contarlo todo. Confiaba. Era capaz de poner la mano
en el fuego si creía en esa persona. Esperaba demasiado de los demás y estaba
segura de que nadie podía traicionarme.
Me equivoqué y un día me tocó vivir una de las peores
traiciones. De las que te rompen el alma y te hacen ver todo como si fuese lo
peor, el fin. Mi mejor amiga me dio la espalda, volviendo al resto en mi
contra, incluyendo a la familia del que, por aquel entonces, era mi novio.
Reveló todos mis secretos, mis tristes historias, así como otras que se
inventó.
¿Qué puedes esperar cuando una de las personas en las que
más confías te da la espalda de tal manera? Era como si me hubiesen encerrado
en una urna y todo el mundo mirase cada movimiento. Me sentí expuesta a todo, a
lo bueno y a lo malo. Me sentí débil. Y dejas de confiar. Todo deja de tener
sentido. Aprendí que en el único ser en quien debía confiar, era en mí misma.
Fue entonces cuando dejé de esperar cosas del resto.
Descubrí que la mejor manera de ser feliz es dejar de esperar mucho de los
demás y esperar mucho de mí.
Las cosas no son tan simples como entonces imaginaba, la
realidad no es tan sencilla. La vida no es tan fácil. Nos hace tropezar con la
mima piedra, una y otra y otra vez, generando una especie de sello que nos
protege de la desilusión. Pero no hay que esperar lo mismo de todos, ayer quizá
me sorprendieron para mal pero mañana nadie sabe qué puede pasar. La esperanza
no hay que perderla porque sé, a ciencia cierta, que hay gente buena, gente
maravillosa en este planeta.
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