Conozco demasiadas personas que tiene un enemigo demasiado
peligroso: su propio perfeccionismo. A veces parece que nuestros ojos detectan
demasiado bien nuestras deficiencias o supuestas deficiencias. No es sólo que
de un bonito traje nos fijemos en la mancha o de un escrito nos fijemos en el
borrón, es que a partir de la visión de esa mancha, un día leí cómo una persona
obsesionada por su calvicie, al entrar en cualquier lugar, sólo veía personas
con cabello. Esa era su carencia y esa era su forma de ver el mundo. Esto me lo
he encontrado continuamente en mi vida personal y profesional, personas que
sólo se fijan en sus kilos demás o en los de los demás, la mujer con poco o
demasiado pecho que vive obsesionada por eso y cree que la única solución para
ser feliz es la cirugía estética. La persona que no tiene una carrera
universitaria, que puede ser más inteligente que cualquiera, pero que se siente
menos por no tener esos estudios. La obsesión por esa vez que no nos dimos
cuenta, que erramos.
No se trata de dejar ver las cosas que no nos gustan o
nuestros errores, ni tanto ni tan calvo. Se trata de no caer en aquello de que
un árbol nos impida ver el bosque. Necesitamos asumir nuestros errores y
nuestros maravillosos defectos, darles la importancia que tiene pero ni un
gramo más de la transcendencia que conlleva. Cuando algo en nuestra vida no es
como queremos no sirve de nada centrar nuestra vida en eso. Si hay solución no
es necesario preocuparnos sino trabajar por ella. Y si no hay solución, no
sirve de nada centrarnos y preocuparnos por ello.
Y es que la perfección no existe… aunque nos lo hagan creer.
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